

En un mundo donde todo parece correr de prisa, donde el éxito se mide en cifras y el valor se confunde con la apariencia, hablar de espiritualidad puede parecer un acto contracorriente. Sin embargo, creo con firmeza que la espiritualidad es ese eje invisible que le da profundidad, dirección y sentido a todo lo que hacemos.
No me refiero a la religión en sí misma —aunque para muchas personas sea un canal valioso— sino a esa conexión interna con algo más grande que nosotros: con Dios, con la vida, con el propósito que nos habita, con los demás. Hablo de una espiritualidad vivida, encarnada, que se expresa en actos cotidianos, en cómo tratamos a quienes nos rodean, en cómo enfrentamos los desafíos de la vida, en cómo nos sostenemos incluso cuando todo parece tambalear.
La espiritualidad nos sostiene cuando nada más lo hace.
En mi vida personal y profesional, la fe ha sido esa ancla silenciosa. La he visto iluminar momentos de oscuridad, darme fuerza para seguir adelante cuando el cuerpo ya no podía más, y brindarme esperanza cuando los recursos o las respuestas escaseaban. Pero, sobre todo, me ha ayudado a recordar para qué estoy aquí.
Vivir con propósito es una forma de espiritualidad. No se trata de tener todo claro o de no fallar nunca, sino de saber que cada paso que damos, por pequeño que sea, puede tener una intención mayor: servir, contribuir, dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos.
Y es que no vinimos solo a sobrevivir o a cumplir metas. Vinimos a crear vínculos reales, a crecer con otros, a compartir lo que somos y lo que sabemos. Cuando nuestra espiritualidad se conecta con el servicio, todo lo que hacemos —desde atender un paciente hasta dirigir una empresa o criar a nuestros hijos— se convierte en una oportunidad para sembrar luz, esperanza, humanidad.
Hoy vivimos una crisis de conexión: personas con miles de contactos, pero sin vínculos verdaderos. Con agendas llenas y corazones vacíos. Y en ese panorama, volver a lo esencial es un acto revolucionario.
La espiritualidad no tiene que ver con dogmas ni con discursos, sino con cómo elegimos vivir cada día. ¿Con qué intención abres los ojos cada mañana? ¿Qué energía llevas a tus relaciones? ¿Qué valor tienen tus palabras? ¿Qué huella estás dejando?
He aprendido que la espiritualidad no es para los templos únicamente, sino para la vida diaria: para el tráfico, para las reuniones, para las malas noticias, para los momentos de alegría también. Es esa llama interna que te permite mantener la paz incluso en medio del caos, y no perderte de ti misma mientras todo cambia afuera.
Por eso, invito a quien me lea a cultivar ese espacio interno. A buscar momentos de silencio en medio del ruido. A preguntarse para qué está haciendo lo que hace. A encontrar un propósito que trascienda lo personal y abrace lo colectivo. A mirar más allá de lo evidente.
Porque el mundo necesita más personas conscientes, más seres humanos que vivan desde la compasión, desde la gratitud, desde el respeto por la vida. Y eso solo se logra cuando la espiritualidad no es un accesorio, sino un pilar.
Fe, servicio, propósito. Tres palabras que, cuando se viven de forma coherente, transforman no solo una vida… sino muchas.